jueves, 17 de marzo de 2011

Cardenal Cisneros en Alcalá

Fray Francisco Jiménez de Cisneros, franciscano, nació en Torrelaguna (Madrid) el año 1436, y murió en Roa (Burgos) el 8 de noviembre de 1517. Reformador, prelado y gobernante. De padres hidalgos (Alfonso Jiménez y María de la Torre), procedentes de la villa de Cisneros (provincia de Palencia). Destinado a la carrera eclesiástica, realiza sus primeros estudios en Roa, al lado de un tío clérigo, y en Alcalá de Henares, en el Estudio Viejo anejo al convento de los franciscanos. Hace estudios universitarios en Salamanca, culminando con el grado de bachiller en Derecho que le capacitaba para aspirar a cargos administrativos civiles y eclesiásticos y a los más pingües beneficios de la Iglesia. Con propósito de entrenarse en la administración eclesiástica y encontrar mejor fortuna, se dirige a Roma, de donde regresa pronto a España por imperativos familiares.
El 22 de enero de 1471 es nombrado por Paulo II arcipreste de Uceda, con sorpresa y desagrado del arzobispo de Toledo, D. Alfonso Carrillo. A esta decisión llegaba el pontífice al ser informado por el mismo Cisneros de una grave infracción de la jurisdicción eclesiástica hecha por su antecesor Pedro García de Guaza. Cisneros defendió tenazmente su derecho al arciprestazgo contra la oposición del arzobispo, siendo, por este motivo, sancionado con largos años de cárcel por el turbulento prelado. Termina su dura prisión logrando, al parecer, su intento. Pero, ante el temor de otras represalias, decide, con la protección del cardenal González de Mendoza, pasar al obispado de Sigüenza en donde es nombrado capellán mayor en 1480.


Cisneros es ya un hombre maduro, hecho al sufrimiento y a la reflexión. Siente inquietud interior y en 1484 da un viraje radical a su vida. Descubre su vocación al retiro y decide hacerse franciscano de la Observancia. Recibido en la Orden, probablemente en el convento de San Juan de los Reyes (Toledo), recientemente edificado por los Reyes Católicos, cambia su nombre de pila -Gonzalo- por el de Francisco y pasa a vivir en los conventos de El Castañar y La Salceda, herederos de la espiritualidad de Pedro de Villacreces. Transcurren diez años de entusiasmo en la soledad eremítica, que en 1492 se ve comprometida por su elección para confesor de la reina Isabel.


Muy contra sus propósitos, totalmente orientados a la vida de retiro, se ve ascendido a las dignidades eclesiásticas. En la primavera de 1494 es elegido vicario provincial de los franciscanos de Castilla. El 20 de febrero de 1495, por una decisión personalísima e inusitada de la Reina, es creado arzobispo de Toledo, ante la sorpresa general. Tras los primeros momentos de vacilaciones que sus amigos, por encargo especial de la reina, procuran disipar, prepara un amplio programa de renovación para su Iglesia e, incluso, para toda la provincia toledana. Con objeto de llevarlo a cabo, obtiene amplias facultades de Alejandro VI, reúne sínodos diocesanos en Alcalá (1497) y Talavera (1498), promulga nuevas constituciones inspiradas por criterios pastorales, organiza una serie de visitas a los arciprestazgos y dicta importantes prácticas para la mejor realización de la cura de almas, claramente precursoras de las leyes tridentinas que regulan la vida pastoral.





Al propio tiempo dirigía y promovía la reforma de los religiosos españoles, especialmente de su Orden Franciscana. Alejandro VI le encomendaba el 5 de julio de 1495 la visita y reforma de los religiosos de su diócesis, el 26 de diciembre de 1496 lo constituía visitador de los franciscanos españoles, y el 1 de septiembre de 1499 lo nombraba visitador y reformador de las Ordenes Mendicantes en España. Se preocupó especialmente de la reorganización y fortalecimiento interno de las Congregaciones de Regular Observancia, de la superación del conventualismo y de la dotación económica y adecuada dirección espiritual de los monasterios femeninos reformados, los cuales, por disposición de Alejandro VI, deberían depender en adelante de la parte reformada de su respectiva Orden. Su esfuerzo renovador se dirigió principalmente a las casas religiosas castellanas, pero llegó también a los religiosos aragoneses.


Desde noviembre de 1499, siguiendo consignas de los Reyes, dirigió personalmente una campaña de evangelización de los moros granadinos. El método seguido para presionar a los moros a aceptar el bautismo -dádivas, castigos, amenazas, etc.-, entonces muy corriente y hasta justificado teóricamente, y, especialmente, su eficacia inmediata, provocaron tumultos y levantamientos en Granada y en las Alpujarras. Cisneros, que vivió muy de cerca los sucesos, relata en sus cartas esta experiencia misional que él creía comparable a la de la primitiva Iglesia. Las conversiones se produjeron a miles, llegando la fama hasta el papa, que felicitó a Cisneros.




Pero estas experiencias eran para Cisneros fugaces. Cada vez iba alejándose más de la vida pastoral directa. Alboreaba el siglo XVI con dolorosos presagios: guerras en Andalucía y en la frontera pirenaica, enfermedad y muerte de su regia penitente Dña. Isabel, con los inevitables cambios en el panorama político castellano.


Desaparecida la reina Isabel, Cisneros siguió apoyando al regente D. Fernando. Tras discusiones y divergencias entre D. Fernando y Felipe I, se llegaba, por mediación de Cisneros, a la Concordia de Salamanca de 24 de septiembre de 1505, claramente favorable al aragonés. Don Felipe fallecía el 25 de septiembre de 1506, agravándose todavía más el ya tenso ambiente castellano.


Se constituyó inmediatamente una Regencia presidida por Cisneros, a quien Dña. Juana concedió amplias atribuciones. La labor del arzobispo mira ahora a mantener el orden amenazado por las facciones nobiliarias y a acelerar el retorno a Castilla de D. Fernando. Éste, en recompensa, le agenció el capelo cardenalicio (17-V-1507) y le encomendó la dirección de la Inquisición (15-VI-1507). Desde entonces la presencia de Cisneros se hace insoslayable en el escenario político castellano.


Mientras D. Fernando realiza sus obras maestras de política europea, Cisneros concentra sus esfuerzos en las conquistas africanas, para las cuales tenía proyectos de largo alcance. Financia en 1507 la conquista de Mazalquivir. Dirige personalmente en 1509 la conquista de Orán. Y sigue de cerca las expediciones de los siguientes años en las cuales no puede colaborar tan directamente por intrigas urdidas en la Corte. Los nuevos territorios conquistados son organizados eclesiásticamente y Orán, tras una enojosa disputa entre Cisneros y el franciscano fray Luis Guillén, pasa a ser colegiata de la diócesis toledana.


Al morir el Rey Católico, Cisneros queda constituido Regente por disposición testamentaria (23-I-1516), no obstante los manejos contrarios del partido flamenco, que apoyaba las pretensiones de Adriano de Utrecht, futuro Adriano VI, y del séquito del infante D. Fernando, hermano de Carlos V. Éste hubo de aceptar la decisión de su abuelo, si bien su ministro Chievres envió al lado de Cisneros hombres de su confianza (Adriano de Utrecht, La Chaulx, Amerstoff) que fiscalizasen el gobierno del arzobispo. Pero la energía y sagacidad del cardenal logró superar las oposiciones y gobernar solo. Se situó en Madrid, el punto geográfico más estratégico para el control del Reino castellano.


Hubo de enfrentarse durante la Regencia con graves problemas de orden interno y externo. Aparecieron brotes de insumisión en Baeza, Úbeda, Cuenca y Burgos, graves controversias dinásticas y pleitos entre D. Pedro Girón y D. Juan Alonso de Guzmán, entre el duque de Alba y la villa de Huéscar y, sobre todo, una peligrosa oposición nobiliaria capitaneada por el condestable de Castilla, el conde de Benavente y los duques de Medinaceli, Alburquerque e Infantado. La energía y destreza del Regente logró mantener el orden y superar las insidias que se le hacían desde Bruselas en donde trabaja por la causa cisneriana su fiel amigo y embajador D. Diego López de Ayala. Instrumento de orden y disuasión de toda clase de revueltas había de ser la Gente de Ordenanza, milicia ciudadana permanente que Cisneros logró organizar, no obstante la viva oposición de la ciudad de Valladolid, a la que secundaban Burgos y León. Con estas sabias medidas y la dispersión de algunos intrigantes consejeros del infante D. Fernando, preparó a Carlos V la sucesión en los reinos hispánicos.


En el exterior fue varia la fortuna de la Regencia. El intento navarro-francés de devolver el trono a Juan de Albret fue contenido enérgica y certeramente. Las tropas castellanas al mando del veterano capitán Fernando de Villalba desbarataron el ejército enemigo en las gargantas de los Pirineos. El duque de Nájera pasó a ocupar el cargo de virrey de Navarra. Se destruyeron algunas fortalezas que podrían servir de baluarte para futuros levantamientos.







No fue tan afortunada la acción del Regente contra los corsarios africanos que infestaban las costas españolas y las posesiones del Norte de África. Horuc Barbarroja, con su coraje proverbial, se paseaba victorioso por el Mediterráneo. Bugía resistió sus ataques. El Peñón, Melilla y Arcila se sostuvieron con dificultad. Argel estaba gravemente amenazada, sobre todo desde que una flota castellana al mando de Diego de Vera sucumbía en 1516 a un ataque de Barbarroja. Cisneros no pudo ya contar nuevos triunfos en su preferido escenario norteafricano.


La organización de los nuevos territorios americanos fue otra de las vivas preocupaciones del Regente. A partir de 1500 había promovido diversas expediciones de misioneros, especialmente franciscanos (1500, 1502, 1508, etc.), llegando incluso a desprenderse de sus más íntimos colaboradores, como fray Francisco Ruiz, que partieron como misioneros a las Antillas. Se creaban por entonces las primeras sedes episcopales y Cisneros se cuidó, por su parte, de la organización de los religiosos destinados a la vanguardia misionera. En 1516, intentando encontrar una solución para el problema de las encomiendas, vivamente discutido en España y América, envía a las Antillas a tres religiosos jerónimos (Bernardino de Manzanedo, Luis de Figueroa y Alonso de Santo Domingo) con instrucciones muy precisas para la reorganización de los poblados indios y de la administración de los nuevos territorios. El estudio y discusión de estos problemas continuará durante los años posteriores a la Regencia.


Además de asceta, reformador y político, Jiménez de Cisneros fue un genial creador y mecenas de instituciones y obras culturales y científicas, de corte renacentista. La Universidad de Alcalá de Henares es la más excelsa de sus creaciones en este campo. Comenzada el 14 de marzo de 1498, pudo ya abrir sus aulas en 1508. Su cabeza era el Colegio Mayor de San Ildefonso, cuyo director era ipso facto rector de la Universidad. A su lado estaba la colegiata de los Santos Justo y Pastor ampliamente reorganizada y dotada por Cisneros para que constituyese un centro de vida sacerdotal modelo. El cuadro debería completarse con la creación de un crecido número de colegios mayores y menores -18 en total-, plan que no pudo realizarse en vida del cardenal.


Inspirándose en la Universidad de París, de la cual procedía la mayor parte de los primeros profesores complutenses, se propuso convertir Alcalá en una academia humanístico-teológica, fragua de una Teología renovada al contacto directo con las fuentes en sus textos originales. Se concedía amplia libertad a las opiniones, dando albergue generoso a las tres escuelas más en boga: tomismo, escotismo y nominalismo.


Obras.- El programa humanístico y teológico preconizado por el cardenal necesitaba un esfuerzo editorial previo de textos sagrados y profanos. La primera gran empresa cisneriana en este sentido fue la Biblia Sacra Polyglota, llamada Complutense, considerada la obra más representativa del Renacimiento Español. La realización corrió a cargo de un equipo de humanistas, filólogos y orientalistas que trabajó directamente sobre los textos originales, sirviéndose de los códices que Cisneros pudo reunir. Se publicó en seis volúmenes que ofrecen paralelamente los textos originales griego, hebreo y caldeo, con traducción latina interlineal y un diccionario hebreo con su correspondiente gramática (vol. VI). La impresión fue encomendada a Guillén de Brocar, resultando un espléndido monumento tipográfico. Cisneros tuvo la alegría de ver terminada esta obra que fue el sueño de su vida. Otros planes similares de ediciones de textos clásicos y teológicos se quedaron en proyectos porque la vida de Cisneros no dio margen para nuevas empresas de esta envergadura.


Junto con estas ediciones se realizaron también, gracias al mecenazgo del cardenal, muchas otras de literatura espiritual, obras nacionales o extranjeras a través de las cuales se difundía y arraigaba sólidamente en España la literatura bajo-medieval de la mística renana y de la Devotio Moderna.


Al lado de estas grandes realizaciones cisnerianas, podrían colocarse muchas otras de menor categoría. De ejemplo podrían servirnos sus numerosas obras benéficas, tan desconocidas; 12 iglesias, ocho monasterios, cuatro hospitales y un elevado número de obras de caridad y beneficencia, estrellas menores en ese luminoso firmamento en que brillan las grandes obras de Cisneros.


La muerte le sorprendió en plena acción y lucidez en Roa (Burgos) cuando se dirigía al encuentro del nuevo rey Carlos I, el 8 de noviembre de 1517. Los rumores entonces originados y ampliamente difundidos posteriormente sobre un supuesto envenenamiento y la pretendida ingratitud de Carlos I hacia Cisneros no pasan de ser vulgares infundios que rechaza el más elemental sentido histórico. Cisneros dejó tras de sí una imperecedera fama de asceta y santo que le granjeó la admiración y veneración de los españoles. Su causa de beatificación, iniciada en la sede toledana en 1530 y llevada con gran calor a lo largo del s. XVII, no pudo coronarse con la elevación de Cisneros a los altares. Las objeciones elevadas contra ella carecen hoy de valor. Se trata sobre todo de interpretaciones de sucesos inspiradas por criterios muy circunstanciales.